Simón García // Debatir para innovar
Entre nosotros, se ha venido conformado una forma peculiar de concebir, en pensamiento y obra, la política. Su signo es que impone un enfoque sin argumentar, que permite dejar de lado la ley cuando conviene y consagra la ausencia de control social sobre las élites políticas. Es una manera que genera seguidores, no ciudadanos.
Este modo de hacer política sustituyó valores por consideraciones pragmáticas, confrontación de ideas por una verdad indiscutible en cada fracción, dirección colectiva por un jefe punto y aparte, vinculación a intereses sociales por apariencias de un juego de poder que se hunde en un despotismo blando. Todo parece indicar, asunto que los especialistas deberían analizar, que el sistema económico institucional burocrático, centralista y autoritario condiciona fuertemente el comportamiento de una dinámica política degradada y rechazada por una población que se excluye de participar en ella, como lo reflejan las cifras de abstención. Rechazan al régimen y no los atrae la oposición.
En términos de comportamientos, las élites en vez de buscar y conocer las causas de sus errores, se dedican a justificarse para protegerse y a resistir las presiones de cambio sobre ellas mismas. Las explicaciones sobre el 21n proceden más de analistas y órganos de reflexión independientes que de los partidos, los cuales reducen así su labor de orientación y conducción cívica democrática.
Alarma la propensión de las élites opositoras, insistimos en ellas porque las luchas democráticas dependen de la calidad de su accionar, a no admitir la derrota sufrida por las fuerzas de cambio. Una admisión que conduciría, en primer lugar, a aceptar que el mapa rojo rojito era evitable y en segundo lugar, que el desempeño estratégico del régimen obedece a un cálculo mejor y más complejo que el que se diseña en las parcelas opositoras.
Las fuerzas democráticas padecen algo más que un punto ciego. Los resultados del 21 de noviembre revelan, distinta y claramente, a tres variantes opositoras con pesos más o menos equivalentes. Pero la oposición convencional, mayormente responsable de la estrategia fracasada, pretende seguir imponiendo una versión de la unidad que descalifica previamente a las otras oposiciones para excluirlas. Muchas de las acusaciones son reversibles para la parte que las esgrime. Mientras esa retórica nos guie, no habrá unidad, a menos que ella se configure desde las periferias locales menos sujetas al control y el reparto centralista.
El balance de superficie muestra una oposición dividida, sin posibilidad de encarnar una alternativa. Su pérdida de oferta creíble de país está determinando la pérdida de fuerza social y favoreciendo la resignación y el acomodo al régimen por parte de sectores desilusionados por la falta de logros opositores.
Venezuela no es otra después del 21N. La demolición de la democracia y el agravamiento de las crisis continúan bajo nuevas modalidades y con repentinas esperanzas que, como el referendo revocatorio, pueden despertar la ilusión de un cambio rápido y sin acuerdos con aquellos sectores del campo dominante que adquieran conciencia del agotamiento del régimen.
Para abrir futuro hay que acortar distancias entre lo que señalamos como deseable y lo que hacemos para lograrlo. Se están gestando cambios sociales y económicos cuya evolución buscará conexión con las fuerzas políticas, tradicionales o emergentes, que puedan impulsarlos.
Ya no es posible pedir renovación mientras se fortalece la conservación de lo que existe. Hay que conjugar convicciones con innovación.