El diario plural del Zulia

Ramón Guillermo Aveledo | El debido proceso, ser y deber ser

Derecho Humano consagrado en la Convención Americana aunque suscrita en 1969 en vigor desde 1978, el Debido Proceso es un principio jurídico que garantiza que todas las personas sean tratadas de manera justa en un procedimiento legal, sea éste judicial o administrativo.

En inglés due process of law denomina a un derecho constitucional que protege a los ciudadanos del abuso del poder público. Válido en materias penal y civil, compromete a los órganos del Estado a ceñirse a las normas establecidas y tratar a todas las personas equitativamente.

En 1791, los Estados Unidos aprobaron las diez primeras enmiendas en la llamada Bill of Rights o Carta de Derechos, de ellas la quinta, muy conocida por el cine y la televisión, establece que ninguna persona puede ser obligada a responder por un delito sin ser acusada ante jurado, salvo en caso de militares en servicio activo en guerra o peligro público, ni ser juzgada dos veces por el mismo delito, ni obligada a atestiguar contra sí misma, ni privada de la vida, la libertad o la propiedad sin el debido proceso, ni puede una propiedad de particulares ser tomada para uso público sin debida compensación.

Este año, medidas ejecutivas como deportaciones, revocación genérica del Estatus de Protección Temporal (TPS) y de la Parole (libertad condicional) Humanitaria han conculcado ese derecho y en medio de un clamoroso debate público en los medios, las redes, la academia y el foro parlamentario, se presentan recursos en los estrados judiciales y el gobierno se ha visto obligado a defenderse.

En Venezuela, aunque el artículo 60 de la constitución de 1961, la más duradera y la menos irrespetada de nuestras leyes fundamentales, establecía el marco para la inviolabilidad de la libertad y la seguridad personales, el legislador lo consideró insuficiente y tras cuatro años de trabajo riguroso en 1998 dictó un Código Orgánico Procesal Penal mucho más garantista desde su primer artículo.

El Constituyente de 1999 que reiteró en el artículo 44 la inviolabilidad de la libertad personal que ya estaba en aquel 60 de la Carta precedente, elevó esos principios al texto constitucional con un artículo 49 extenso, detallado.

Encabezado “El debido proceso se aplicará a todas las actuaciones judiciales y administrativas…” sus ocho numerales lo explicitan: Inviolabilidad del derecho a defensa y asistencia jurídica; presunción de inocencia; derecho a ser oído oportunamente y con las garantías debidas; derecho a ser juzgado por sus jueces naturales con las garantías establecidas; derecho a no ser obligado a declararse culpable o a declarar contra sí mismo o a ser condenado por actos u omisiones no previstas como delitos ni juzgado dos veces por los mismos hechos y puede “solicitar del Estado restablecimiento o reparación de la situación jurídica lesionada por error judicial, retardo u omisión injustificados” con posibilidad de exigir la responsabilidad personal de quien le juzgó.

El COPP, saludado nacional e internacionalmente como progresista, al punto de haber asumido la propia Constitución sus innovadoras premisas, ha sido desfigurado en siete reformas, ninguna de las cuales ha cumplido seria, rigurosamente, con las consultas previstas en el artículo 211 constitucional.

Además, se ha legislado con el mismo signo restrictivo en contravención de la Constitución, desde sus mismos principios fundamentales. Sus preceptos vienen siendo quebrantados y con mayor agresividad desde el segundo semestre de 2024.

Sin embargo, se ha confinado el tema a reductos muy estrechos, imposibilitado el debate público que la Constitución garantiza en su artículo 57, el cual me atrevo a ejercer en estas líneas y convertido en más que quimérica, la mera idea de intentar ante los tribunales los recursos correspondientes, por ejemplo, el de amparo del artículo 27. Del monólogo “parlamentario” actual, ni hablar.

Comerse la luz roja constitucional cuando para colmo se maneja en dirección contraria a su flechado inflige daño severo e indebido a venezolanos y a sus familias que sufren y como si fuera poco, genera un perjuicio a Venezuela toda, cuya legalidad queda en entredicho, alejando inversiones que nos hacen falta, disminuyendo así oportunidades de empleo, producción y en general, de la “prosperidad y bienestar del pueblo” que son fines estatales esenciales según el artículo 3 de la Constitución y por añadidura, debilita la credibilidad del Estado venezolano a la hora de reclamar, como debe, el injusto trato a nuestros compatriotas en otros países.

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