Memorias de un venezolano en la decadencia por Laureano Márquez
Este tiempo hay que documentarlo, para que los que vengan detrás se enteren de lo que aconteció, de la verdadera historia detrás las mentiras mil veces repetidas goebbelianamente, para que sirva de advertencia a las generaciones venideras cuando el progreso y la democracia vuelvan –porque van a volver- y este tiempo sea -ojalá- un mal recuerdo, porque es fama que los venezolanos tenemos memoria corta y por ello nos ha tocado volver a vivir tiempos atroces que ya pensábamos erradicados de nuestro destino.
Momentos de encumbramiento de la maldad que ha padecido Venezuela en diversos momentos de su historia, pero creo que nunca con tal grado de elaboración y de cinismo se había planificado una destrucción tan extrema del alma nacional y de la convivencia espiritual de los pobladores de esta tierra, una desorganización demasiado bien organizada, como para que sea obra solo de la incapacidad.
Bien es cierto que la guerra de Independencia fue atroz, como lo fueron también nuestras confrontaciones civiles; rudas también fueron las dictaduras llenas de cárceles, grillos y torturas, pero nadie imaginó que en el tiempo de mayor abundancia económica de nuestra historia, cuando el bienestar colectivo parecía ineludible, los venezolanos estuviésemos al borde de un colapso de tal magnitud, como si fuese ejecutado por enemigos de nuestra población, como si las siete plagas de Egipto hubiesen caído sobre nosotros para aniquilarnos.
Transito por las calles de mi ciudad y veo a la gente –que barrunta la hambruna que sobreviene- literalmente padecer en colas en búsqueda de comida. Mientras contemplo las escenas deprimentes a cada tanto que un mercado o una farmacia se atraviesa en mi ruta, escucho en la radio a nuestra canciller decir que tenemos alimentos para tres países como el nuestro y al embajador en la OEA rechazar la ayuda humanitaria desde la capital del imperio, donde vive.
El Tribunal Supremo de ¡Justicia!, en sentencia, niega ayuda humanitaria. Son palabras de mucho poder porque se transforman en pérdidas de vidas humanas. Me pregunto si se creen su propio engaño, si no ven más allá de sus casas en Fuerte Tiuna y sus escoltas, si tienen familia enferma o haciendo colas y si la conciencia habla alguna vez.
Me inquieta saber cómo se bloqueó la sensibilidad de gente que alguna vez soñó lo diferente, lo justo. Parafraseando a Kavafis: vendieron su alma por una satrapía. En medio de esta desazón, el desprecio a la voluntad mayoritaria y la burla abierta, descarada, que se hace de la ciudadanía y sus derechos, se nos vuelven cotidianos.
Desde las alturas del poder se cierra deliberadamente todo camino institucional que ofrezca esperanza y salida. Se nos expropia lo único que faltaba por expropiar: el anhelo de futuro. Se empuja un pueblo hacia el abismo. Inquieta la maldad tan crudamente expresada en este tiempo. Inquieta que sus autores la perpetren en nombre de supuestas ideas y principios con tanta soltura e impunidad.
Inquieta incluso que la violación del ordenamiento constitucional se haga en nombre de la legalidad, para mayor INRI. Es la crucifixión de un pueblo que avanza –tristemente resignado- hacia el calvario.
En la presentación que hace Pocaterra de la edición de sus “Memorias de un venezolano de la decadencia”, realiza este exhorto que en nada pierde vigencia: “Juventud que va a cruzar la arcada de los veinte años; reserva sagrada; fuerza única de renovación y de purificaciones: quiera Dios que cuando el hombre que escribió estas páginas no sea ya sino un puñado de ceniza en la huesa de una tierra extranjera, ellas os sirvan de escarmiento y de enseñanza y puedan vivir en vuestro recuerdo, no como venganza de estos malhechores ni de sus cómplices —cuyos nombres irán a borrarse piadosamente en el tiempo— sino como testimonio tristísimo de que una generación que se deja sacrifi car en silencio merece el exilio, la muerte, la injusticia, el olvido de este grande anónimo que amortaja cuatro lustros de historia”.