José Rafael Rivero | Del tanguillo de Cádiz a la gaita zuliana

En días recientes, he dedicado parte de mi estudio al tanguillo de Cádiz, una de las expresiones más singulares dentro del extenso universo del flamenco. Este “palo” —como se denomina a cada una de las formas del flamenco— posee una identidad rítmica distintiva, ligera y festiva, que contrasta con la solemnidad de otras formas como la soleá o la bulería.
El tanguillo se articula dentro de una métrica binaria que admite ejecuciones en compases de 6/8, 3/4, 2/4 o 4/4, lo que le otorga una gran flexibilidad interpretativa. Esta riqueza rítmica no solo permite el juego libre del cantaor con los acentos, sino que convoca a la participación colectiva, a través del jaleo, las palmas, el cajón y la guitarra flamenca. Es, sin duda, un ritmo que dialoga con la comunidad.
Al escuchar con atención sus acentos y cadencias, no pude evitar reconocer una familiaridad sonora que me llevó de inmediato al corazón del Zulia: a nuestra gaita zuliana. Como el tanguillo, la gaita también se fundamenta en un patrón binario y está dotada de una energía contagiosa que llama al encuentro, a la voz compartida, al coro popular.
Ambos géneros, nacidos de tradiciones distintas, encuentran puntos de contacto no solo en su estructura musical, sino también en su función social y cultural: son géneros de calle, de celebración, de pueblo. Mientras en Andalucía el tanguillo invita al cante y al zapateo, en el Zulia la gaita convoca a la tambora, al cuatro, a la charrasca y, sobre todo, a la participación espontánea. ¿Cuántas gaitas no llaman a "pasar el pañuelo" para que el espectador se convierta en intérprete, dejando de ser público para volverse protagonista?
Este paralelismo no es una casualidad, sino la expresión de una raíz común: la herencia cultural hispana que, desde el sur de España, se sembró en tierras venezolanas y germinó en formas propias, mestizas, vivas.
Para ilustrar esta conexión sonora, comparto dos piezas que, desde sus respectivos mundos, dialogan con una misma emoción rítmica: “Carita de amor”, un tanguillo interpretado con maestría por Niña Pastori, y “El aguador, una gaita emblemática del maestro *Ricardo Portillo. Escuchar ambas composiciones con atención permite reconocer ese latido común que hermana lo andaluz con lo zuliano.
No pretendo presentarme como musicólogo ni flamencólogo, sino como un observador apasionado que identifica en estas similitudes una oportunidad valiosa: la de proyectar la gaita zuliana más allá de nuestras fronteras, desde una lectura comparada que permite trazar puentes y abrir espacios de diálogo intercultural.
La gaita —alma sonora del Zulia y, por extensión, de Venezuela— tiene todas las condiciones para insertarse con legitimidad en circuitos internacionales de música de raíz, compartiendo escena con otras expresiones patrimoniales como el flamenco, el fado o la chacarera. Es tiempo de reconocer su potencial, no solo como música de diciembre, sino como símbolo identitario con vocación universal.
¡Olé... y que suene la tambora!
José Rafael Rivero
España, 2025.