Guerra, negociación... o nada, por Luis Vicente León
Tienen razón quienes indican que el revocatorio es un derecho constitucional que el Gobierno está obligado a cumplir, sin negociación y sin guerra. En un país democrático eso ocurriría así. Pero este análisis teórico, bonito y reconfortante, hace cortocircuito con la realidad cuando las instituciones que pueden abrir la puerta al referéndum y permitir que deje de ser energía potencial (el derecho) para ser energía cinética (la acción) están tomadas por el Gobierno y responden más a la revolución que a la Constitución. En este caso, hablar del derecho al referendo es importante para justificar su legitimidad y las acciones para defender el derecho, pero es inútil como instrumento directo para lograrlo. La batalla por ejercer ese derecho ya no es jurídica. Es una batalla política y la posibilidad de ganar no depende sólo de tener o no la razón, sino de conseguir quién te la dé. De tener la capacidad de presionar políticamente a que se cumpla ese derecho.
No voy a discutir aquí los temas de justicia, porque son evidentes. Por supuesto que no poder ejercer un derecho constitucional es, por definición, injusto, pero lo que queda claro es que los afectados o violados sólo tienen dos posibilidades de acción cuando las rutas institucionales están cerradas: 1) ir a la batalla para defender los derechos por la fuerza del pueblo y obligar al violador a cumplir o 2) reconocer que su capacidad de presión no es su ciente para ganar la batalla y que su adversario es quien tiene la fuerza bruta o, algo aún más sofisticado: darse cuenta que la vía de la guerra es infinitamente más costosa para el país, para el pueblo y para ellos porque, aún ganando, los deja en una situación crítica de inestabilidad futura, ya que su adversario quedaría del otro lado, con plata, armas, fuerza y rabia, listo para desestabilizarlos tan pronto tengan que tomar las decisiones racionales necesarias para rescatar los equilibrios económicos vitales, pero muy costosas políticamente.
Quienes piensan en la vía de la guerra, necesitan responder algunas preguntas como: ¿Quién es el líder? ¿Con qué recursos van a la batalla? ¿Con qué armas? ¿Con qué plata? ¿Cuáles son los vínculos militares que impiden que cachicamo trabaje para lapa? La otra es reconocer que no hay forma de ganar sin negociar. Que pese a que tienen la razón, no les queda más remedio que sentarse con su adversario a buscar algunas aperturas a la democracia, que ayuden en el futuro, pero que no significan el cambio deseado en el corto plazo, ni la posibilidad efectiva de obtener el referendo en el período adecuado y conveniente. Es canjear ese referendo por elementos menos rápidos aunque efectivos, como una reforma constitucional que devuelva la decencia a las instituciones y a la democracia. Un recorte, por ejemplo, del período presidencial, la liberación de los presos políticos, la renovación de las instituciones. Nada de esto es simple.
Pero este dilema entre la guerra y la negociación se complica aún más si le agregamos una tercera opción. La posibilidad de que los pros y los contras fracturen y dividan irremediablemente a la oposición, con lo que ninguna de las dos fuerzas pueda cumplir exitosamente su objetivo y en el camino se colee una posibilidad que mi esposa, mis amigos y algunos colegas serios, pero con gusto reciente por las apuestas, ven como imposible: que no pase nada y que simplemente el Gobierno surfee hasta el año que viene o más, sin negociar ni pelear. Sin comentarios.