Fernando Mires | La revolución de Donald Trump

Cualquiera sea el objeto de análisis, las tres fases de cada procedimiento analítico son el estudio, la caracterización y el diagnóstico. Si no nos concentramos en las dos primeras fases, el diagnóstico puede ser errado, subjetivo o fantasioso. A los diagnósticos los llamamos, por lo general, tesis, pues un diagnóstico, al ser hecho sobre un plano temporal, está sujeto a crítica y, por ende, a revisiones. Todo diagnóstico, aunque su objeto sea una piedra -sobre todo cuando es formulado sobre una realidad sometida a movimiento perpetuo- es necesariamente provisorio. Solo los idiotas no cambian de opinión es una frase que, no por repetida, deja de ser cierta.
¿Trump revolucionario?
Escribo estas líneas después de haber leído un sugestivo artículo de la historiadora Anne Applebaum en donde el gobierno de Trump es entendido como el inicio de una revolución. Importante era decirlo. Hasta hace poco, no olvidemos, la palabra revolución formaba parte del patrimonio exclusivo de “las izquierdas socialistas”.
La revolución, desde el punto de vista socialista, era considerada como un motor de la dinámica histórica. Para Marx, influido por el biologismo darwiniano, la revolución era un hecho inevitable y necesario, inscrito en la naturaleza de la dialéctica histórica. Las revoluciones, en la terminología biologista de Marx, son “las parteras de la historia”. La revolución, así entendida, era el momento en el que los cambios cuantitativos acumulados en un orden económico y social pasaban a transformarse en un cambio cualitativo, uno que tenía lugar no dentro de un modo de producción sino en el salto de un modo de producción a otro. Luego, las revoluciones no solo eran necesarias, además eran inevitables. La tarea de los seres humanos debería ser solo la de leer en las líneas de las manos de la historia para descubrir el momento exacto en que las condiciones objetivas estaban dadas para emprender el salto revolucionario. No es ese, sin embargo, el sentido que adjudica Anne Applebaum al concepto de revolución.
Para la conocida historiadora la revolución es un hecho que, a diferencias de lo que pensaba Marx, no ocurre de modo independiente a la voluntad de los actores históricos. Hacia el futuro, esa parece ser su opinión, no hay nada escrito. En efecto, aunque parezca banal decirlo, para que surja una revolución trumpista es necesario que aparezca un hombre llamado Trump. No obstante, permítame agregar, para que un Trump adquiera el inmenso poder que tiene, se requiere de determinadas condiciones las que, y esta es la principal diferencia con la objetividad marxista, son imprevisibles, débilmente determinadas y, lo que es más importante, sólo podemos conocer después y nunca antes de los hechos. Si Cleopatra hubiera tenido la nariz algo más corta, otro habría sido el curso de la historia, dijo Pascal. Si Trump no hubiera contado con los millones de dólares que le regaló Musk, su campaña presidencial habría sido menos exitosa. Si los demócratas hubieran encontrado un líder más carismático que Harris, Trump podría haber sido derrotado. El futuro, antes de que ocurra, es un desierto
Trump, según Applebaum es, efectivamente, un revolucionario. Sin nombrar a la palabra revolución, prometió, durante su campaña, cambiarlo todo. Puede ser que las frases de Trump sean incoherentes. Pero sus propósitos son coherentes. Su objetivo es cambiar el orden económico, social, cultural y político de su nación.
Dos trumpismos diferentes
Desde el punto de vista puramente político, se trata para Trump de cambiar el orden jurídico e institucional de los Estados Unidos. Hacer a América grande otra vez es la consigna que llevará a otros cambios que modificarán el papel de los Estados Unidos en el mundo. En síntesis, nuestra tesis es que, para realizar los cambios prometidos, Trump se encuentra obligado a modificar el régimen democrático y luego sustituirlo por un régimen autocrático.
Por carácter, personalidad y formación cultural, el millonario presidente es un autócrata, aunque limitado en sus objetivos por la institucionalidad y constitucionalidad de su país. ¿Lo logrará? Repetimos, en el futuro no hay nada escrito. No obstante, hacia ese punto vamos, en el poco tiempo que lleva gobernando, Trump ha dado pasos muy importantes hacia lo que evidentemente es su objetivo final. Uno de esos pasos es haber creado un movimiento revolucionario llamado MAGA, uno que trasciende la estructura del formato político tradicional.
MAGA, y no el partido republicano, es el sujeto histórico revolucionario del presidente Trump. Visto así, Trump es un hombre de dos mundos. Con un pie está situado en el Partido Republicano; con el otro, en el movimiento MAGA. El primero es una sólida base del orden político nacional. El segundo, un movimiento nacional populista, anárquico y anti-institucional. Los esfuerzos de Trump, hasta ahora, han sido los de encapsular al Partido Republicano en el movimiento, hasta convertirlo en un brazo institucional de una revolución anti-institucional.
Pese a las honorables resistencias de un segmento republicano democrático y constitucionalista, los republicanos son trumpistas, pero los “magas” también. Sin embargo, hay que aclarar: se trata de dos trumpismos diferentes. El primero es un trumpismo político. El segundo es un trumpismo de masas enardecidas. El primero es institucional. El segundo es populista. El primero es moderado, el segundo es radical y revolucionario. Pues bien, Trump ha ido tomando posiciones a favor del segundo trumpismo.
La primera democracia del mundo moderno está a punto de perderse. Puede que no deje de ser democrática, en el sentido literal del término, pero si lo sigue siendo, será una democracia directa, una que se rige de acuerdo al principio del caudillo y no de acuerdo al principio del debate inter y extra partidario. Una democracia participativa, como dicen los autócratas de izquierda, es decir, antiparlamentaria y personalista, nada parecida a la democracia que hasta ahora conocemos.
Biden dijo, en una de sus breves ataques de lucidez, que la contradicción principal de nuestro tiempo es la que se da entre democracias y autocracias. Tenía razón. Pero lo que no dijo es que esa contradicción no se da sólo entre gobiernos democráticos y autocráticos sino al interior de cada nación democrática del planeta. Pues bien, en el país de Trump esa contradicción parece estar resolviéndose a favor del orden autocrático. O lo que es parecido: la conducción partidaria está siendo sustituida por la conducción del movimiento MAGA. La diferencia entre un partido y un movimiento es, en este caso, pertinente.
América “libre” de emigrantes
Un movimiento surge y se desarrolla enfocado alrededor de uno o dos temas. Un partido, en cambio, ha de ser multitemático. Ahora bien, el tema central de MAGA es el de las migraciones, de ahí que “hacer grande a América otra vez” debe entenderse como “hacer a América libre de emigrantes", sobre todo de los más pobres (ojo: no son siempre los más ilegales). De acuerdo a ese lema, el emigrante es presentado como el enemigo externo e interno de la nación. Un enemigo, y no un problema demográfico. Un enemigo cultural, social, económico e incluso político. A ese enemigo hay que enfrentarlo y derrotarlo. Para hacerlo hay que combatir, antes que nada, a aquellos sectores de la nación que no ven en el problema migratorio la causa primera y última de la crisis norteamericana.
Trump compara a las migraciones con las inundaciones o con las invasiones. Con la palabra inundación busca infundir miedo, sobre todo un miedo existencial. Pues si somos inundados desaparecemos de la faz de la tierra. Ser inundados es dejar de ser. Con la palabra invasión en cambio, Trump busca convertir el miedo en acción política. De lo que se trata es de defendernos de un enemigo, combatirlo y, si es posible, hacerlo desaparecer. Por eso, para referirse a los emigrantes, Trump los caracteriza como delincuentes, criminales, comeperros. En fin, una masa maloliente que debe ser expulsada hacia el lugar de donde vienen: el tercer mundo. Solo sin ellos, los Estados Unidos pueden ser grandes “otra vez”.
No se trata, en este caso, de liberarse de determinados seres humanos pero sí de una masa amorfa. Por ese motivo, mientras en los países de Europa la crisis migratoria intenta ser reglamentada atendiendo a las múltiples razones que llevan a cada individuo a abandonar a sus países de origen, en los Estados Unidos de Trump los emigrantes están siendo expulsados a través de redadas, amontonados en camiones, esposados, encarcelados como prisioneros de guerra. Y efectivamente es así, Trump imagina llevar a cabo una guerra. MAGA, en consecuencia, nos será presentado como un movimiento de liberación nacional en contra de los bárbaros que vienen desde afuera a saquear al país.
Trump y los suyos, de modo evidentemente deliberado, han copiado en sentido inverso (y perverso), el discurso de los movimientos anticoloniales de liberación nacional emergidos a lo largo del siglo XX. Para el efecto, Gandhi, Nehru, Mandela, fueron puestos con la cabeza hacia abajo y con los pies hacia arriba. Ayer esos líderes buscaron liberar a sus naciones de poderosos extranjeros. Trump en cambio, a través de esa inversión, pretende liberar a los EE UU de los extranjeros más débiles. Su lucha está dirigida a combatir la miseria haciendo desaparecer a los miserables; “los condenados de la tierra”, según el psiquiatra anticolonialista, Franz Fanon.
La guerra de las culturas
La guerra, sin embargo, no solo es en contra de los emigrantes. También se trata de liberar al país de aquellos que los defienden, los “enemigos de la patria”. Esos traidores tienen sus nidos en las universidades, sobre todo en las más prestigiosas de la nación. Estudiantes, profesores, intelectuales, artistas, han logrado ablandar –según el ideario trumpista - los lazos sagrados que deben unir a los habitantes de una nación.
Trump, gracias a sus gestos de vulgaridad, ha logrado presentarse frente a las masas desclasadas, como uno más entre ellos. No solo representa un ideal de vida americano. Además, ha logrado el éxito. Así se explica por qué Trump sea visto por esa masa como uno de los personajes rudos y duros que tan bien han encarnado John Wayne y Clint Eastwood en sus películas, vale decir, como un enemigo declarado de “las clases ociosas” (para usar el término que hizo famoso a Thorsten Veblen). Ellas son los que propagan teorías sociales y sexuales disolutas, los discípulos de intelectuales europeos como Nietzsche, Adorno, Sartre, Deleuze, Derrida, Foucault y tantos más. También son los que socavan los valores de la sagrada familia, los que están en contra de la división sexual del trabajo, los “abortistas”, los que inducen a los jóvenes a la sodomía, a la pederastría, a la pedofilia, y a cuanta perversión pase por las cabezas de los atormentados trumpistas, en fin, a los que como ratas corroen los fundamentos de la nación y de la nacionalidad. En una palabra: Woke.
Con su cruzada anti-intelectual, Trump y los trumpistas imaginan matar a dos pájaros con un solo tiro. Por una parte intentan ganar para sí a los sectores conservadores más tradicionales. Ellos pululan no solo entre los republicanos, también al interior de diversas sectas o facciones religiosas, como las del fundamentalista católico JD Vance. Por otra parte, Trump envía mensajes a los sectores sociales “plebeyos”, no excluyendo a masas de obreros hasta ayer seguidores de los Demócratas los que hoy se dejan seducir por el desprecio al trabajo cerebral, asociándolo con la pereza y la ociosidad. En fin, los seguidores de MAGA no solo se sienten portadores de una revolución social sino, además, cultural, como culturales fueron las grandes revoluciones del pasado, entre ellas, la jacobina (y napoleónica) en Francia, la bolchevique en Rusia, la nacionalsocialista en Alemania, la maoísta en China. En ese sentido, la revolución trumpista comparte valores muy similares a los de Putin en Rusia, a los de Erdogan en Turquía, a los de los nacional-populistas europeos y sudamericanos, díganse estos de derecha o de izquierda.
No deja de ser ironía de la historia. Los nacional-populistas, entre los cuales se cuenta Trump y su grupo, se declaran abiertamente nacionalistas y enemigos frontales de la globalización. No obstante, si ha habido un movimiento internacionalista y globalista en la historia -mucho más que el jacobino francés, mucho más que el fascismo europeo, mucho más que el internacionalismo proletario de Lenin, Stalin y Trotzki- ese es el movimiento revolucionario, nacionalista y populista que ya está marcando la historia del siglo XXl.
La globalización del antiglobalismo.
El de Trump es solo una parte grande de una revolución autocratista global. Así se explica por qué, cuando el húngaro Orban se entrevistara con Trump en Washington, el último quedó maravillado diciendo: “nunca había encontrado en mi vida a alguien que punto por punto pensara exactamente lo mismo que yo”. No fue solo un momento de empatía personal. Estamos sin duda frente a una revolución permanente a escala mundial. El término es de Trotski. Efectivamente, antes que Trump, esa revolución había avanzado mucho en los territorios de la vieja Europa e incluso en el espacio latinoamericano con personajes como Bolsonaro, Milei, Bukele y otros que esperan su turno.
Al gran revolucionario que fue León Trotsky le habría dado un patatús si hubiese sabido que su tesis de “la revolución permanente” serviría no para explicar la cadena de revoluciones proletarias que, según su utopía, iba a desencadenar la revolución rusa, pero sí para explicar una revolución nacional-populista, mundial, autocrática y reaccionaria por excelencia, cuyos epicentros se encuentran hoy en Rusia y en los Estados Unidos. Pero así es la puta historia.
Estamos presenciando una revolución internacional económica, social y política. Económica, porque aparece como un momento de transición entre dos modos de producción, el industrial y el digital. Social, porque surge junto con la disolución de las organizaciones sociales de los trabajadores organizados y sus partidos socialistas, laboristas y socialdemócratas y por el aparecimiento de una nueva clase: una oligarquía global, tecno-económica, sin territorio patrio claramente definido. Política, porque lleva a la sustitución del orden democrático por un orden autocrático. No es casualidad que los mejores amigos internacionales de Trump sean dictadores, autócratas o simplemente gobiernos autoritarios.
Por cierto, la revolución mundial nacional-populista no es irreversible, como tampoco fue irreversible la revolución internacional de carácter democrático que tuvo lugar en los tres últimos decenios del siglo XX con las democratizaciones del sur europeo, con el fin de los regímenes militares del Cono Sur latinoamericano y, sobre todo, con el fin del mundo comunista. Las revoluciones llegan y se van. Pero hay algunas que dejan enormes destrozos detrás de sí. Parece que este será el caso. Por de pronto, Trump está haciendo todo lo posible para que así sea.
Los militares llegaron ya
Después de que Trump hubiera decidido recurrir a las Fuerzas Armadas para enfrentar a los movimientos políticos en el estado de California, entramos definitivamente a una nueva fase del proyecto revolucionario trumpista: la fase de la conversión del Ejército en un instrumento de defensa y ataque, no del estado, sino de un gobierno ocasional.
Hay que tener en cuenta que, en este hecho, Trump pasó por encima de las decisiones del gobernador de California y del alcalde de Los Ángeles. En efecto, para imponer el orden frente a demostraciones pacíficas no era necesario ese enorme e inusitado despliegue militar. De ahí que la mayoría de los observadores internacionales llegara a una misma conclusión: se trataba de un acto simbólico. Mediante ese acto, el presidente quería decir, estamos en una situación de guerra interna.
De la misma manera, la parada militar de tipo “coreano” a la que convocó Trump para celebrar el 250 aniversario de las Fuerzas Armadas, pero sobre todo su (79) cumpleaños fue aún más simbólica. Mediante esa insólita demostración de fuerzas, el mensaje de Trump fue que el Ejército debe pasar a ser parte de la estructura del poder trumpista, a lo Putin, o, lo que es más grotesco todavía, a lo Maduro. Pocas veces la imagen democrática de los Estados Unidos ha sido tan dañada por un presidente quien más que presidir, manda.
De la convocación militar, hacia la formación de un estado político-militar, hay pocos pasos. Aún si fuera verdad que Trump, haciéndose el tonto dijera que la convocación a esa parada estuvo inspirada en la cultura política francesa, significaba un gran retroceso para la cultura política norteamericana. Como advirtiera ese gran demócrata que fue Alexis de Tocqueville, las tradiciones democráticas de los EE UU son muy distintas a las de la Francia jacobina. En nuestras palabras, no puede haber personajes más diferentes que Robespierre y Jefferson.
Puede ser que Trump nunca hubiese leído a Tocqueville. Pero eso no lo excusa. En nombre de la tradición Trump no ha vacilado en violar a la tradición política de su país. La razón puede ser la siguiente: la tradición de los Estados Unidos no solo es política, es democrática. Pero Trump -hace mucho por demostrarlo- no es un demócrata.
Quién lo iba a pensar: estamos llegando al momento en que leer La Democracia en América de Alexis de Tocqueville puede llegar a ser, bajo la égida de una revolución como la trumpista, un acto de desobediencia civil.