El diario plural del Zulia

Antonio Pérez Esclarín | Evaluar para ayudar

El final del año escolar se asocia con la evaluación. Por ello, y porque estoy muy convencido de que es necesaria una revisión profunda de la cultura y de las prácticas comunes de evaluación, quiero ofrecerles algunas reflexiones.

Hay que superar esa pedagogía que convierte la evaluación en un instrumento de control, sanción y exclusión del alumno. Lamentablemente, el principal objetivo de la evaluación sigue siendo poner notas para ver quién pasa y quién no pasa. Lo importante no es aprender o formarse, sino pasar. Los mismos padres no preguntan a los hijos qué aprendieron sino cuánto sacaron. Pero si bien la nota sirve para la administración burocrática del saber, evidentemente que no representa el saber. Porque, ¿qué significa que un alumno pasó biología, inglés o literatura con 15, si unos pocos días después del examen no tiene ni idea de lo que le preguntaron entonces? ¿Qué significa que un alumno, que está en el octavo semestre de la universidad, se enorgullece de tener las materias de los primeros semestres “pasadas” aunque ya no tenga ni idea de ellas? ¿Qué significa pasar? ¿Que durante un tiempo el alumno retuvo una determinada información que el docente juzgó importante aunque luego la olvide por completo?

Es, por ello, muy necesario que los docentes piensen bien sus evaluaciones para que aclaren y se aclaren qué pretenden con ellas: ¿Alumnos que sepan marcar o alumnos que sepan redactar? ¿Alumnos capaces de exponer su propio pensamiento o que repitan el de los demás? ¿Alumnos productores o alumnos reproductores? ¿Alumnos que compiten o alumnos que comparten? ¿Alumnos que sacan buenas notas o alumnos que van adquiriendo un aprendizaje autónomo y la capacidad y el deseo de seguir aprendiendo siempre y cultivando el amor a la sabiduría?

La pedagogía inclusiva busca el éxito y no el fracaso de los alumnos. Este es el criterio que debería guiar a la evaluación, criterio que, sin embargo, está muy lejos de las prácticas habituales. Hay docentes que llegan a enorgullecerse de su fracaso. No conozco ningún médico que vaya alardeando por allí de que, de cincuenta enfermos que atendió, sólo le sobrevivieron cuatro. Tampoco conozco ningún ingeniero que se ufane de que la mayoría de los edificios que empieza nunca quedan terminados o se derrumban pronto.

Pero sí conozco educadores que exhiben sin el menor pudor su fama de “raspadores”, y hasta se les oye comentar, sin pena, casi con gozo: “De cuarenta alumnos, sólo me pasaron siete”; “es terrible, no saben nada y ni les importa no saber”. Ignoran que el único modo de comprobar la idoneidad de un docente es mediante el éxito de sus alumnos. Toda evaluación que propone el docente se convierte en su propia autoevaluación a la luz de los resultados de sus alumnos. Si los alumnos salen bien, debe sentirse feliz y orgulloso. Si salen mal, debe sentirse preocupado y autoevaluarse.
Una pedagogía inclusiva no culpa a los alumnos de su fracaso. Si los alumnos no aprendieron, más que quejarnos, ponerles una nueva prueba hasta que pasen, o promoverlos automáticamente, lo cual se convierte en un desestímulo para el estudio y una trampa para ocultar la realidad, habrá que revisar antes el contexto y la experiencia de aprendizaje para ver qué está funcionando mal: el método, la motivación, los materiales, los conocimientos previos, la realidad socioeconómica y emocional de los alumnos, las estrategias, el muy escaso tiempo dedicado a la enseñanza, la calidad del docente, el estado y dotación de los centros educativos, y la práctica pedagógica para introducir las modificaciones necesarias para que los alumnos, todos los alumnos, tengan éxito, es decir, aprendan lo que deben aprender.

La evaluación se convierte entonces en un medio excelente para que el maestro o profesor conozca cuáles son las fortalezas y carencias de cada alumno para así poderle brindar la ayuda que necesita. Esto exige practicar la discriminación positiva, es decir, apoyar con especial cuidado y atención, a los alumnos que más lo necesitan .Es, en consecuencia, muy necesario pasar de enseñar para evaluar, a evaluar para enseñar mejor. Más que juzgar el pasado, la evaluación debe orientarse a preparar el futuro. Este tipo de evaluación inclusiva no castiga el error, sino que lo asume como una maravillosa oportunidad de aprendizaje. Si todos repetimos que “los errores enseñan”, ¿por qué los castigamos? Si el error se hace consciente se están poniendo las bases para superarlo.

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