El diario plural del Zulia

Antonio Ledezma | El Pantano de la Traición: La Corrupción Política en la Venezuela de Maduro

En los cenagosos terrenos de la Venezuela de Nicolás Maduro, donde la ética se ahoga en el fango de la ambición y el poder, la corrupción política se alza como un monstruo insaciable. En ese lodazal de traiciones, los principios son mercancía barata, y los hombres que alguna vez juraron lealtad al pueblo se venden al mejor postor, envueltos en la pestilencia de la dictadura. Entre estos pantanos, figuras como Bernabé Gutiérrez y Henrique Capriles, cada uno a su manera, encarnan el drama de una nación traicionada, donde el honor se troca por prebendas y la esperanza se desvanece bajo el peso de la infamia.

Bernabé Gutiérrez, un nombre que resuena como un eco de desprecio en el imaginario colectivo, se yergue como el arquetipo del oportunista sin escrúpulos. Sin formación sólida ni respaldo genuino, este personaje ha mercadeado su alma en los bazares de la ignominia, traficando con los ideales de un pueblo hambriento de justicia. Su ascenso, si puede llamarse así, no es más que el fruto podrido de un sistema que premia la lealtad ciega al régimen. Como dijo alguna vez el poeta Andrés Eloy Blanco, “en el pantano, hasta la garza se ensucia las patas”. Y Bernabé, lejos de ser garza, es un alacrán que pica con veneno propio, traicionando a quienes alguna vez creyeron en su palabra. Su nombre, sinónimo de deslealtad, evoca la frase de Dante: “El lugar más oscuro del infierno está reservado para aquellos que permanecen neutrales en tiempos de crisis moral”. Pero Bernabé no es neutral; ha elegido el lado del opresor, y su traición es un puñal clavado en el corazón de la resistencia.

Hubo un tiempo en que Henrique Capriles era un faro de esperanza, un líder que enardecía multitudes con su carisma y su gorra tricolor como estandarte de lucha. Las calles de Venezuela vibraban con su nombre, y su voz resonaba como un canto de redención. Pero, ¡ay!, cómo caen los ídolos. Hoy, esa misma gorra que lo coronó como símbolo de la oposición se ha transformado en un antifaz que oculta su rendición. Al aceptar la credencial que lo configura como un alacrán más del régimen, Capriles ha cruzado el Rubicón de la traición. Como Judas, que por treinta monedas vendió a su maestro, Capriles ha cambiado su legado por un puesto en la mesa de los verdugos. Su caída recuerda las palabras de Shakespeare: “¡Oh, qué caída tan grande, amigos míos!”. El hombre que una vez desafió al régimen ahora camina por los pasillos del poder donde se fraguó el robo de las elecciones del pasado 28 de julio, con la cabeza gacha escondida torpemente en una gorra y el alma empañada. ¡Vaya espectáculo en el circo de la política venezolana! Que Bernabé Gutiérrez, ese ilustre recolector de sobras del basurero político, haya superado a Henrique Capriles, el otrora galán de la oposición con su gorra de superhéroe, es un chiste que ni el mejor comediante podría inventar. ¿Quién lo diría? El rey de las promesas rotas, Bernabé, ese maestro del oportunismo con un doctorado en traición, eclipsa al que una vez hizo temblar las calles con vítores. ¡Qué ironía! Capriles, con su antifaz de gloria desteñida, debe estar preguntándose cómo el pantano lo engulle tan rápido. Como diría un sarcástico de esquina: “En Venezuela, hasta el alacrán más rastrero puede brillar más que una estrella apagada”.

No me atrevería a citar a Juan Requesen, si no sintiera en lo más hondo de mi conciencia que hay momentos en los que callar también es una forma de traicionar. Traicionarse a uno mismo, a la memoria compartida, y a los principios que una vez, con voz firme y mirada limpia, Juan defendió en los pasillos de la Universidad Central de Venezuela. Conozco —en carne propia— los métodos abyectos del régimen que encerró a Juan, quien fue víctima de la crueldad sin rostro, de la máquina infernal que busca doblegar espíritus, destruir voluntades. Juan fue vejado, humillado y torturado. Y por eso, comprendo el tormento que hoy se asoma en su mirada: ese desgarrador intento de justificar lo que su conciencia no deja de reprocharle.

¿Quién podría juzgar sin temblar ante el peso de su experiencia? Pero hay un juez más implacable que cualquier tribunal humano: la historia. Y ante ella, nadie puede esconderse detrás de silencios cómplices o de razones prácticas que solo sirven a la perpetuación del oprobio. Me permito citar, pensando en Juan, a Albert Camus: “El mayor drama del hombre moderno es vivir dividido entre lo que hace y lo que cree.” En esa grieta —entre sus actos presentes y los principios que enarboló— se instala el dilema que le agobia. Sé que Juan lucha con él, que en sus noches más solas se pregunta si los pasos que da no lo alejan del joven que, con coraje admirable, se convirtió en símbolo de resistencia frente a la dictadura. Juan, fue un abanderado de la verdad. Pretender que se puede “cambiar las cosas desde adentro” suena a consigna gastada cuando quienes están adentro solo se perpetúan en su podredumbre. Lo que hoy hace Juan, no es solo una contradicción con su historia, es un golpe a la esperanza de tantos que, viéndole caer y levantarse, creyeron que aún había dignidad inquebrantable en medio de la oscuridad. Lo digo con dolor, pero también con esperanza: aún puedes rectificar Juan. La historia también sabe perdonar a quienes tienen el valor de regresar al camino del deber.

En el lodazal de la política venezolana, donde la dictadura de Nicolás Maduro tritura principios y esperanzas, la inclusión de Juan Requesens en la molienda de la farsa electoral es un acto de perversidad que apesta a oportunismo y cinismo. Este joven es usado como moneda de cambio en un juego macabro. Esos alacranes que pululan en el pantano de Maduro, decidieron incluir su nombre en la farsa electoral. ¿El propósito? No es rescatar su legado ni honrar su lucha, sino exprimir su imagen para obtener donaciones sucias. Meter a Requesens en esta pantomima es un sacrificio deliberado en el altar de la ambición, donde las credenciales de diputaciones, manchadas de mugre y deshonra, se convierten en el trofeo de los traidores.

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