El diario plural del Zulia

San Vito: La danza agotadora que se extiende en San Francisco

Sentada en una silla tratando de lidiar con sus movimientos para poder comer estaba Alexandra Gotera, de 39 años, a quien una jugada hereditaria de la vida la puso a convivir con el más agotador e interminable baile: La enfermedad de Huntington o Mal de San Vito, como comúnmente se le conoce, invadió su cuerpo cuando se encontraba en plenitud y con deseos de comerse el mundo.

Oriunda de la populosa barriada San Luis, en el municipio San Francisco, donde se encuentra el más grande asentamiento de esta enfermedad, en el país, ella, junto a su hermana Rudy llevan a cuesta este calvario.

Consciente de lo que dice, Alexandra recordó que cuando iniciaron los síntomas trabajaba en una camaronera de la zona y de repente comenzaron a caérseles las herramientas de trabajo. Sus compañeros empezaron a criticarla y peor aún cuando se dieron cuenta de que no controlaba sus movimientos se burlaban de manera despiadada.

Ya sabía que era inevitable. Su padre había muerto por la enfermedad y aunque tenía esperanza de no heredarla, la cruda realidad se acercó rápidamente.

No asistió más al trabajo. Se alejó de sus amistades y hasta se quiso suicidar. Sin pareja y con dos hijas que criar, Alexandra no concebía la idea de vivir de esa manera.

Sin embargo, el apoyo de su familia fue vital y a la fecha ha podido ver crecer hasta a sus nietos. La duda de que sus hijos hereden la enfermedad revolotea su mente cada instante.

Incondicional

Norma, su madre, envejecida por los años de dedicación a dos de sus tres hijas, cuenta que le ha tocado duro. “Alexandra es más tranquila que Rudy, la mayor. Ella es muy violenta y agresiva. Tengo que mantenerme fuerte para continuar esta batalla”.

Y es que para esta mujer, nadie aguanta el cuidado de estas personas, solo una madre puede tolerarlos y ayudarlos.

Aunque muchos son despojados del seno familiar y lanzados a la deriva. Norma asegura que nunca haría algo así, mas bien recibe a otros que por la indolencia de sus familias no tienen ni un bocado que llevarse a la boca.

Siempre ha sido difícil tener a un familiar con estas condiciones, pero, en la actualidad se ha hecho cuesta arriba.

“Ellos son despreciados e invisibles ante el mundo”. Los medicamentos que deben tomar continuamente para minimizar los movimientos están escasos. Anteriormente se lo suministraba la farmacia de alto costo en el Hospital Adolfo Pons, pero según Norma tienen tiempo que no lo entregan. “Estuvimos averiguando y cuesta cinco mil bolívares; ¿de dónde sacamos ese dinero si apenas nos alcanza para comer?”

La alimentación para Alexandra y Rudy debe ser continua, ellas comen cada dos horas, y en ocasiones hasta en menos. No pueden exigir. La pasta y el arroz sin proteína es el menú diario; ni la carne, ni el pollo han vuelto a su mesa.

Una realidad inevitable

Cada día su condición empeora. A veces no pueden tragar. No pueden consumir alimentos sólidos, dice su madre cabizbaja.

La siguiente fase es la muerte y puede ocurrir en cualquier momento. Alexandra y Rudy lo saben.

El mal humor es permanente en las hermanas, aunque una es más dócil que la otra, los insultos y las malas palabras salen a relucir casi a diario. “Es compresible”, dice su madre como justificando el dolor que siente al ser víctima de la tragedia de sus hijas.

Ana María, es la menor de las hijas de Norma, está clara de la enfermedad que la rodea, pero no tiene miedo. Para ella es normal y de llegar a tenerla sabe que tendrá gente quien la cuide.

"Estoy en las manos de Dios. Sé que estoy expuesta y si llega El San Vito viviré con él". Ana tiene ahora 27 años y prefiere no preocuparse.

En medio de la sala de la humilde vivienda Norma exclama poco alentadora, "ella tiene un 75 % de probabilidades, porque cuando tiene descendencia de dos enfermos el mal se manifiesta irremediablemente".

Sin control

De forma jocosa, Norma dice que “buscaré una guaya de barco para amarrarlas, literalmente”, porque a veces es difícil detenerlas. Parece que una fuerza del más allá las invade y ni tres hombres pueden con ellas.

Es normal verlas caminar por la barriada con su danza corporal. En ocasiones Norma sale corriendo a buscar a cualquiera de las dos que se le haya escapado, en un descuido, ¡claro! no puede estar 24 horas vigilándolas.

Sin ayuda

A solo una cuadra de la vivienda de Norma está la casa hogar “Amor y fe”, apostada en la zona para arropar a los enfermos con el Mal de San Vito. Hace dos años está cerrada. Parece una casa fantasma.

Norma recordó que el lugar parecía un hotel 5 estrellas, cuando la científica americana, Nancy Wexler, les brindó la ayuda. “Ella era un ángel para nosotros”, la mujer rememoraba con nostalgia cómo la anglosajona abrazaba a los enfermos sin ningún asco o molestia. Con su muerte, sus esperanzas de una cura y de afecto sincero se ven desvanecidas.

En 1.999, fue construida esta instalación, actualmente está cerrada. Los moradores al solo ver llegar a alguien al lugar gritan "ahora eso es para ricos. Solo atienden a gente con plata y a los de aquí que se mueran".

Ni golpeando fuerte la puerta, se observó vestigio de alguien que pudiera constatar la ausencia del servicio. Esta casa hogar prestaba asistencia las 24 horas, incluía las siete comidas necesarias durante el día, para mitigar algunos de los trastornos que produce la enfermedad, pero ahora, al parecer, no tienen ni pacientes. En una placa colocada en la entrada del edificio dice que la doctora Margot de Young es su directora.

Otra alternativa para los pacientes es el ambulatorio de la zona, su directora Yerika Rojas, aseguró que estos cuentan con medicamentos como ácido fólico y vitaminas; anteriormente la presencia de un neurólogo era permanente pero "por falta de cultura", este se retiró. "Había un neurólogo y se fue porque los pacientes no venían. Ellos no entienden a veces la importancia de un seguimiento de su enfermedad; incluso muchos niegan tenerla", aseguró la galena.

La galena explicó que el Mal de Sambito es hereditario, produce trastornos motores, cognitivos y psiquiátricos. Se presenta generalmente entre los 30 y 55 años, aunque en algunos casos se ha detectado en personas más jóvenes; incluso en niños desde los ocho años. El padecimiento es crónico, neurodegenerativo y no tiene cura.

 

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