La derrota del periodismo

Si no te gusta la matemática, no estudies ingeniería. A este mantra científico, hay que crearle la contraparte humanística: si no te gusta la lectura, no estudies periodismo. Nuestra carrera, en términos beisbolísticos, es el out fácil. Solo cuando nos aclimatamos en los rigores de las salas de redacción -y nunca nos aclimatamos del todo- descubrimos la falsedad de esa noción.
Las aulas de Comunicación Social -así llaman a nuestro oficio- era el depósito de las frustraciones humanas en mi época de estudiante: en ellas se congregaban el futbolista frustrado, la eterna aspirante a modelo y el hijo del ingeniero de Pdvsa que nunca fue bueno con los números. Yo era el aspirante a escritor. Mi licenciatura, por lo tanto, es la confesión de un fracaso. Pero entonces recuerdo a Ramón del Valle Inclán, el dramaturgo español: “Lo mismo da triunfar que hacer gloriosa la derrota”.
Hablemos, pues, de derrotas: el periodismo no es fácil y para ejercerlo hay que leer kilómetros y escribir milímetros si queremos alejarnos del periodista promedio, del reo de las 5WH, del súbdito de la pirámide invertida, del que sueña con una objetividad imaginaria como los dragones, del más antinatural y peligroso de nuestra especie: el periodista que no lee.
¿Y tenemos algo que leer? Sí, demasiado: Retratos y encuentros, del norteamericano Gay Talese; La eterna parranda, del colombiano Alberto Salcedo Ramos; El hambre, del argentino Martín Caparrós; Esclavas del poder, de la mexicana Lydia Cacho; Retrato de un caníbal, del venezolano Sinar Alvarado. La lista es vasta.
Unos reposan para la alegría de pocos en las librerías y sitios de internet dedicados al género de la crónica; otros -me atrevo a decir que ninguno ocupan las estanterías de las bibliotecas universitarias. Ellos, los maestros, están exiliados de nuestras escuelas. Los conocemos en las redacciones, cuando ya es tarde, o gracias a la piedad de un puñado de profesores que te los recomiendan a la mitad de la carrera.
Pero también tenemos que comernos las novelas y cuentos de Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Jorge Luis Borges, William Faulkner, Franz Kafka, Gustave Flaubert. Aquí nadie sobra: el periodismo es el hijo bastardo de la literatura. Y no se trata de barnizar con dramas lacrimógenos nuestros trabajos, se trata de humanizar un oficio que cada vez se parece más a las relaciones públicas que a la exposición de la realidad en sus verdaderos colores.
La gente, la gente
Si es la gente la que lee periódicos, cabe esperar también que sea gente la que los escriba. Más aún: que sea la gente la protagonista en sus páginas. El postulado es de una lógica ridícula, ¿pero existe algo más sobrevalorado que el ridículo? Caparrós, en El hambre, nos recuerda adonde debemos apuntar: “El hambre no existe fuera de las personas que lo sufren. El tema no es el hambre; son esas personas”.
Da lo mismo si querías ser beisbolista, modelo, ingeniero o escritor... eres periodista y te debes a tus semejantes. La crisis económica no existe si no es en la mujer que no encuentra alimentos para sus hijos; el espejo de la violencia es el cuerpo del que se negó a entregarle su carro a un asaltante. El periodismo no es espectáculo. Y esto lo enseña el sentido del deber que desarrollas luego de leer un texto en el que procuraste primero tu gloria y luego tu utilidad como reportero. Porque si de algo se trata este trabajo, es de olvidarse de uno mismo.
Los fraudes electorales, la especulación de precios y el miedo a la inseguridad los sufren seres humanos. Nada en este mundo sucede en el aire. Los periodistas estamos obligados a darle corporeidad a esos problemas. Tal vez a esto se deba que sea tan difícil encontrar buenas noticias, porque la felicidad está hecha, más que para escribirla, para vivirla.
Recuérdenlo: la oficina del periodista es la calle. La objetividad no existe, los seres humanos somos sujetos, no objetos. Podemos ser honestos, eso sí. Y nuestro primer acto de honestidad debe ser este: dejarnos derrotar por el periodismo, entregarnos a él en sus términos, no en los nuestros.