El diario plural del Zulia

Aníbal Romero | El sentido de lo lúdico y la democracia liberal

La idea central que deseo desarrollar en estas páginas es la siguiente:  Existe una relación fundamental entre el sentido de lo lúdico, del “juego”, de lo que  está al otro lado de la “seriedad existencial”, y la práctica de la democracia liberal.  Dicho de otra forma, la democracia liberal puede subsistir y perdurar en la medida  que se sustente sobre una concepción de la política como compromiso, en función  del acatamiento de unas reglas y del adecuado dimensionamiento de lo político  como sólo uno —y no necesariamente el más importante— de los planos o niveles  en que se manifiesta la existencia humana. Este concepto de la política como  compromiso, se opone al de la política como afirmación de la identidad frente al  “otro”. La política de compromiso implica, entre otros aspectos, la aceptación del  “otro” como un semejante (que puede ser un oponente o adversario circunstancial  y temporal, pero no un “enemigo”)1, la admisión de reglas comunes de conducta,  así como la comprensión de que hay cosas más importantes que la política que  deben llevarnos a no tomarla excesivamente “en serio”. La política de la identidad, por otra parte, ve en el “otro” a un enemigo real o potencial, no admite reglas  comunes de acatamiento obligatorio, y concibe la política como un instrumento  para descubrir y afirmar la identidad propia o del grupo en función del control,  manipulación, dominación, o liquidación del “otro”.

La democracia liberal es un tipo de orden político diseñado para ajustar los  conflictos dentro de un marco de equilibrio pacífico y acatamiento de determinadas  reglas; se trata, por tanto, de un orden flexible que hace posible la dinámica del  conflicto, pero dentro de ciertos límites. Una vez, sin embargo, que esa dinámica alcanza el plano de la definición “existencial”, que uno o varios actores políticos  pierden el sentido de lo lúdico y asumen la política como terreno para la afirmación  de la identidad propia frente al “otro” —visto como enemigo—, la democracia  liberal corre serio peligro de erosión y eventual supresión, asfixiada por conflictos  extremos que destruyen el “juego” al violentar sus reglas. La política democrático

liberal exige, por tanto, la presencia activa de lo lúdico como dimensión clave de la  vida humana individual y colectiva; a este elemento lúdico puede y debe sumarse  el sentido de lo festivo como aspecto complementario de una concepción de la  política que no permanezca atrapada en la búsqueda de identidad, sino que se  complazca en la admisión, y de ser posible el disfrute, de una existencia común  basada en la libertad de los individuos bajo la ley (las “reglas”), y el ajuste de las  diferencias a través de un manejo pacífico y “lúdico” (no “existencial”) de los  conflictos. El sentido de lo festivo es parte del “juego” de la vida, en sus  dimensiones individual y colectiva; forma parte de lo lúdico e intensifica y enaltece  una concepción civilizada de la política, capaz de moderar las implicaciones y  propensiones autoritarias de la política de la identidad.

La importancia del tema de lo lúdico no ha pasado desapercibida para la  reflexión política;2 en tal sentido, se destaca la analogía que establece Oakeshott  entre la política y la “conversación”. Su relevancia y significado derivan de una  tensión entre “seriedad” y “juego” (“playfulness”), pues en la conversación:

“...cada voz representa un compromiso serio...sin el cual carecería de  ímpetu. Pero en su participación en la conversación cada voz aprende el  sentido de lo lúdico dentro del ejercicio, aprende a entenderse a sí misma conversacionalmente y a reconocerse como una voz entre otras. Al igual que  ocurre con los niños, quienes son grandes conversadores, el juego es serio y  la seriedad en última instancia es juego”.3

El sentido de lo lúdico conduce a Oakeshott a distinguir entre lo que  denomina la “política de la fe” (que equivale a lo que aquí he llamado “política de la  identidad”), que se diferencia de modo esencial de la “política del escepticismo” (o  del “compromiso”). En el primer caso, nos encontramos con un estilo político que  es predominantemente “serio”, para el cual el resultado final de la actividad política  es más importante que la manera en que la actividad de desarrolla hasta lograr su  resultado. Para esta concepción de la política el debate es polémica, no  conversación, y una vez que una determinada decisión y dirección sobre el curso  de acción a seguir han sido tomadas, no queda espacio para la oposición. Lo que  este estilo político suprime es el sentido del juego (“playfulness”), y es  precisamente este componente el que predomina en la “política del escepticismo”,  a lo que se suman la importancia que se concede a la existencia de reglas, a la  subordinación del resultado a la manera de lograrlo, al reconocimiento del debate  como conversación y como ingrediente permanente de la actividad del gobierno, y  la comprensión de la “victoria” como un desenlace de significado limitado:

“Gobernar (desde el punto de vista de la ‘política del escepticismo’, AR) no  es el asunto ‘serio’ de conducir la actividad en cierta dirección y proveerla de  energía y de un propósito específico; gobernar es más bien proveer nuestras  actividades de los medios adecuados para resolver las dificultades creadas  por su apasionada y exclusiva concentración sobre sí mismas, reduciendo  así la violencia del impacto de unas sobre otras”.

A mi modo de ver, es claro que una “política de la fe” implica la  intensificación de la hostilidad y la generación del miedo como instrumento de poder y dominio, en tanto que una “política del escepticismo” tiene que procurar la  minimización de los sentimientos hostiles y del miedo, minimización (o eliminación)  que —como explica Bally en su detallada exploración sicológica del sentido de lo  lúdico— “constituye el supuesto del juego”. Evidentemente, un juego no puede  existir en medio del miedo y la hostilidad, de allí que Bally califique como “bárbaro”  a aquél cuyos principios “...destruyen sus sentimientos...que dejó de dar forma juguetonamente (y  es) esclavo de su mundo...El mundo carente de su carácter juguetón, se  convierte en un mundo de trabajo, y éste sustituye al juego. La alegría se hace  sospechosa, la seriedad sombría tiene el poder de marcar el juego como algo  falto de seriedad”.

La gran obra de Huizinga sobre lo lúdico, Homo Ludens, constituye un  impresionante esfuerzo orientado a rescatar el significado del elemento del juego  en la cultura. Se trata también, y no obstante su lucidez y originalidad, de un libro  caracterizado en buena medida por las dificultades del autor para aclarar  definitivamente en qué consiste lo lúdico, y cual es su naturaleza particular en el  campo de lo político. Huizinga sostiene que el juego “es de hecho la libertad” y  “crea el orden”; explica también que, como una actividad libre situada  conscientemente fuera de la vida ordinaria, el juego “no es serio”. Huizinga se  queja de que la civilización se ha venido haciendo más compleja y “más seria”, y a  la vez insiste que el juego “no excluye la seriedad”, no es algo “frívolo”. La  tensión que se percibe en el argumento de Huizinga se explica en función de su  polémica con Carl Schmitt, ya al final de la obra, y de su crítica a la concepción schmittiana de la esencia de lo político como distinción entre “amigo” y “enemigo”.  Según Huizinga, esta “simplificación” es inhumana y nos retorna a la barbarie. Ante la misma, Huizinga quiere reivindicar la humanidad de lo lúdico en la existencia, y lo intenta a través de dos vías vinculadas entre sí: Por una parte,  insistiendo que jugar un juego implica la aceptación incondicional de las reglas,  que la civilización  significa “jugar de acuerdo a ciertas reglas” y “siempre exigirá  juego limpio”. Por otra parte, Huizinga enfatiza que la ocupación verdaderamente  “seria” de la humanidad es la paz, no la guerra, y la paz requiere el reconocimiento  de reglas y un terreno común. En palabras de Gombrich:

“En cierto sentido, el razonamiento cínico de Schmitt sólo pareció a  Huizinga ejemplo extremo de los peligros inherentes a cualquier tipo de  argumentación que pasa por alto la existencia de valores encarnados en reglas.  Su lectura de la crisis de nuestro tiempo le sugirió que una aceptación  incondicional de estas reglas es parte esencial del juego que llamamos  civilización. No es de extrañarse que viera con cierta nostalgia una época en la  que cuestionarlas estaba fuera de lo posible, porque sencillamente la distinción  entre jugueteo y seriedad no se había manifestado en el lenguaje y el  horizonte mental de las civilizaciones implicadas”.

Me parece evidente que lo que inquietaba a Huizinga (de allí su dificultad  en torno a la “seriedad” del juego), era no solamente el extremismo teórico y  presuntamente a-moral de Schmitt, sino en particular el riesgo de que su  valoración del elemento del juego en la cultura (incluida la política) pudiese ser  confundida con ligereza moral. De allí su afirmación de acuerdo a la cual “Es el contenido moral de una acción la que le da su seriedad. Cuando el combate tiene un valor ético, cesa de ser un juego”. A pesar de mi admiración por la obra de  Huizinga, me atrevo a pensar que no acertó al esforzarse en hacer del juego algo  “serio”, al pasar conceptualmente del plano del play al de los games, es decir, de  aquello que contiene un elemento genuinamente lúdico a lo que simplemente se  define por su admisión de reglas incondicionales. Es comprensible que, en vista de las circunstancias críticas de la época en que escribió su obra, así como del  reto planteado por el radicalismo schmittiano, Huizinga quisiese evitar acusaciones de de las circunstancias críticas de la época en que escribió su obra, así como del  reto planteado por el radicalismo schmittiano, Huizinga quisiese evitar acusaciones  de superficialidad y reivindicar el papel de las reglas consensuales de convivencia  frente a la política entendida como guerra libre de limitaciones. Ahora bien, con  ese giro conceptual Huizinga pagó un precio, consistente en el abandono de una  concepción de la política que combine al mismo tiempo la “seriedad” del  compromiso y aquél ingrediente de lo lúdico que es capaz de discernir que la  política no debe tomarse siempre y totalmente en serio, pues hay cosas más  importantes para la existencia humana, y porque una política ajena a lo lúdico se  halla en permanente peligro de degeneración violenta y autoritaria. Desde luego, la  concepción de la política de compromiso que he esbozado acá como propia de la  democracia liberal, choca frontalmente con el concepto schmittiano que hace de la  política lo más serio y relevante de la existencia. De hecho, Schmitt cuestionó  explícitamente cualquier mezcla de lo lúdico en el campo de lo político, y su  rechazo al liberalismo tiene por encima de todo que ver con la tendencia liberal a  considerar que la política es necesaria, pero no debe tomarse excesivamente en  serio.

La posibilidad misma de una política de compromiso, es decir —en lo  términos acá empleados— de una política permeada por contenidos lúdicos, está  estrechamente vinculada a la minimización de los sentimientos de hostilidad y  miedo en el seno de la sociedad. Las democracias liberales, en líneas generales,  han sido y siguen siendo sistemas políticos en los que tales sentimientos y sus  consecuencias, se controlan y canalizan a través de instituciones y procedimientos  diseñados para contener los conflictos, y tramitarlos pacíficamente. Por supuesto,  semejante objetivo no siempre puede lograrse, y conocemos mediante amplia  experiencia histórica moderna, en particular en Alemania e Italia en los años

El liberalismo y la democracia, los dos componentes  esenciales de un tipo de régimen que en nuestro tiempo ha mostrado sin lugar a  dudas capacidad para, al mismo tiempo, perdurar, generar prosperidad y paz para  mucha gente, y preservar aspectos claves de una vida civilizada, son no obstante  dimensiones con identidad propia, que surgen de procesos históricos e ideológicos  en ocasiones paralelos pero no necesariamente idénticos, y cuyo sentido,  combinación e impacto han sido variados y pueden producir tensiones, así como  un precario equilibrio político y social.

Para la tradición liberal, el problema político central tiene que ver con la  limitación de la autoridad, la preservación de un espacio irrevocable de libertad  para los individuos, y el sostenimiento de una situación de seguridad legal y física  para la vida y la propiedad. Para la tradición democrática, por otra parte, la  cuestión central de la política tiene que ver con el origen legítimo del poder (la  soberanía popular), y el aseguramiento de la progresiva igualdad entre los  individuos, una igualdad que se aspira realizar no solamente en el plano legal y  político, sino también socioeconómico. Como ha mostrado Wolin, el liberalismo  clásico fue una filosofía “de la sobriedad, nacida en el temor, nutrida por el  desengaño y propensa a creer que la condición humana era, y probablemente  siguiera siendo, de dolor y ansiedad”. Wolin explora con lucidez las ansiedades  del hombre liberal, al que describe como “...un ser extremadamente sensible a la forma específica de dolor producida  por la pérdida de riqueza o de status...El hombre liberal se movía en un mundo  en el cual el dolor y la privación lo amenazaban desde todas partes. Sus temores se comprimían en una exigencia única: los ordenamientos sociales y  políticos debían aliviar sus ansiedades asegurando la propiedad y posición  social contra todas las amenazas, salvo las planteadas por la misma carrera  competitiva. Su aversión al dolor definía esa exigencia con mayor exactitud  aún: estar seguro significaba poder ‘contar con las cosas’, poder actuar  reconfortado por saber que su propiedad no podía serle arrebatada, que un  contrato no quedaría incumplido, que una deuda sería pagada. Todo  dependía de tener expectativas seguras”.

El balance entre liberalismo y democracia no es estable, pues los principios  de libertad y seguridad no necesariamente están en armonía con el de la igualdad.  En una sociedad basada en la economía de mercado surgen desigualdades, y en  consecuencia se plantean tensiones capaces de poner en cuestión la política de  compromiso, abriendo el terreno a una política de la identidad. Para el liberalismo,  una política de la identidad es por definición una grave amenaza al orden, la  estabilidad, y la libertad. De allí que un liberalismo genuino sostenga que los  derechos son derechos, no importa cómo hayan sido ganados, posición ésta  combatida por demócratas no-liberales, como el propio Wolin, para quienes los  derechos deben ser constantemente conquistados para corregir las fallas de una  sociedad desigual. De acuerdo con Wolin:

“La democracia no debe depender de un obsequio que las élites hacen de  una vez por todas al demos, consistente en un marco pre-diseñado de  derechos iguales (por ejemplo, una Constitución, AR). Esto no significa que  los derechos carezcan de importancia, pero los derechos en una democracia  dependen de las luchas del demos por ganarlos y extenderlos  sustantivamente, adquiriendo en el proceso experiencia de lo político, es decir,  participando en el poder, reflexionando sobre las consecuencias de su ejercicio, y procurando que de estas confrontaciones surja el bienestar común en medio  de diferencias culturales y disparidades socioeconómicas”.

Ante la realidad de las desigualdades socioeconómicas de los regímenes liberal-democráticos en el contexto del capitalismo moderno, Wolin propone la  intensificación de la acción política por parte de los que históricamente han  recibido menos ventajas y privilegios, pues “el poder nunca es compartido de  gratis en una sociedad libre integrada (entre otros) por individualistas y  empresarios”. El poder “se le arranca al conflicto”, y no existe una “sociedad sin  fricción”. Todo lo cual suena bastante plausible y convincente, hasta que nos  formulamos la pregunta: qué intensidad de los conflictos y qué grado de fricción  puede soportar, sin quebrarse, una democracia liberal? En relación al punto, la  propuesta de Wolin es la siguiente: no se trata de diseñar mejores métodos y  procedimientos de cooperación entre los diversos sectores sociales y actores  políticos que forman parte del régimen, sino de desarrollar “un sistema más justo  (“fairer”) para dirimir conflictos (“contestation”) a través del tiempo, y en particular  en tiempos duros. Como fórmula general, el planteamiento luce acertado, pero su posible precariedad páctica nos conduce de nuevo al tema de la relevancia de  un sentido de lo lúdico como ingrediente clave de una política civilizada.

Las luchas de las que habla y que promueve Wolin pueden ser capaces de destruir la democracia, a menos que preserven las murallas protectoras de una  política de compromiso. Esta última, a su vez, puede y debe nutrirse del sentido  del juego, que implica, además de la admisión de reglas, actuar con base a la  comprensión de que la existencia no empieza ni acaba en la política, que la  política puede ordenarnos y también destruirnos, y que resulta imperativo, en  función del propósito de fortalecer una política civilizada, conservar un elemento  lúdico y festivo que a la vez anime y trascienda el combate político, en especial  cuando tal combate se refiere a la conquista de derechos percibidos como legítimos. Ese ingrediente lúdico es, en sí mismo, un instrumento que contribuye a  la minimización de la hostilidad y del miedo, un instrumento, en otras palabras,  capaz de contribuir a derrotar la política de la identidad.

En este orden de ideas, cabe tener presente que lo festivo, la fiesta, al igual  que el juego, la contemplación, y el amor, son fines en sí mismos y nos ayudan a  hacer más humana la vida. En palabras de Harvey Cox, en su extraordinario  ensayo teológico sobre las nociones de fiesta y de fantasía, “la fiesta es una forma  humana del juego a través de la cual el hombre se apropia, en su experiencia, de  un amplio espacio de vida que incluye el pasado”; lo festivo implica “decir que sí a  la vida”, e incluye y abarca la alegría en su sentido más profundo.22 El hombre es  una criatura que no solamente trabaja y piensa, sino que además juega y celebra,  es un homo festivus23; y es también un homo fantasía, visionario y capaz de  trascender lo existente e imaginar posibilidades superiores, más humanas, de  vida:

“El hombre es esencialmente festivo e imaginativo. Para hacerse  plenamente humano, el hombre...debe aprender de nuevo a danzar y soñar...La  fiesta, al romper la rutina y al abrir al hombre al pasado, expande su  experiencia y disminuye su provincialismo. La fantasía a su vez abre puertas  que el cálculo empírico por sí mismo no es capaz de conocer. Ella aumenta las  posibilidades de innovación. Ambas, fiesta y fantasía permiten al hombre  experimentar su presente de manera más enriquecedora, más alegre, más  creadora...”24

Si es cierto, como hemos argumentado en este estudio, que la posibilidad  de una política de compromiso se vincula estrechamente a la minimización de los  sentimientos hostiles y de miedo entre los seres humanos, es claro entonces que  lo lúdico y lo festivo, que contienen una ingrediente fundamental de comunicación y alegría hondamente humanas, constituyen dimensiones importantes de una  convivencia civilizada. Sin el sentido de lo lúdico y de lo festivo, la polis sucumbe  de modo inevitable bajo el peso del miedo.

Este trabajo fue escrito durante el año 1998 por su autor el profesor Aníbal Romero, enseñando en las Universidades Central de Venezuela y Simón Bolívar.

Editado por los Papeles del CREM, 22 de septiembre del año 2024. Responsable de la edición: Raúl Ochoa Cuenca. [email protected]

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